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Don Rosario de la Guajataca y la feria de artesanías

publicado el 9 de abril de 2014

En un lugar de Guajataca del cual no me motivo acordarme vivía un cabezudo que pasó demasiado tiempo en la biblioteca familiar. Su padre, siguiendo la tradición familiar, era un soldado de oficio que sólo servía para tergiversar nacionalismos a mejor conveniencia profesional. Su madre, siguiendo la tradición familiar, era una profesora de humanidades que sólo servía para tergiversar ideas a mejor conveniencia profesional.

Y así del poco dormir y el mucho leer de los delirios de megalomanía de les militares y las necesidades de relevancia de les académiques se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio. Les cabezudes decían que se había vuelto cuerdo y les humanes que aún seguía demasiado cabezudo, pero al menos más tolerable que el resto de su raza. Mal inspirado por su formación, Rosario se convirtió en diplomático andante, lo cual no es otra cosa que un caballero andante que ha aceptado que tiene que vivir de algo. Acompañado de Cubuy, una coquí que le servía de escudera y escribana, el cabezudo divagaba Borikén haciendo bien con demasiado déficit de atención para mirar a quién.

Don Rosario se puso estático cuando el anciano le pidió que fuera a una feria de artesanías en territorio coquí. Le encanta el arte. En los museos Rosario saltaba de una obra a la otra para después volver a las que ya había visto. Tenían que sacarlo a las malas y se negaban a darle pases anuales. Él no sabía nada del arte coquí, así que la idea del anciano le pareció la mejor del mundo. No le preocupó que el viejo llevara una misteriosa capucha púrpura, un arete dorado en la nariz, y hablara en acertijos octosilábicos. Desafortunadamente, no consideró la diferencia entre arte y artesanía. Cada obra de arte, por definición es única. Le artista busca crear cosas originales. Le artesane, por otro lado, perfecciona la elaboración de un número limitado de creaciones, ya sean santes, paisajes típicos, prendas, ropitas para bebes, o cualquier otra ocurrencia.

Les cabezudes viven de la novedad y la repetición les desespera. Después de ver ocho mesas a Rosario estaba convencido que lo había visto todo. Estaba cansado de ver lo mismo una y otra y otra vez. Lo más que le enfurecía era que el resto de las personas andaban felices, disfrutando todo lo que estaba pasando. Sobrevivir el día prometía ser un calvario. Seguía a Cubuy con las manos en los bolsillos para controlar el impulso de tocarlo todo, su más primitivo remedio para el tedio. Ya había recibido varias malas miradas y una guardia lo estaba velando.

–Mira esto –dijo Cubuy enseñando una botella cuyo cuello se extendía, daba una vuelta, y se metía dentro del cuerpo para desembocar en el fondo–. Es de madera. Toda la superficie es la corteza del tronco. ¿Tú sabes lo difícil que es hacer esto?

–No.

–Es imposible –rió la coquí–. Y aquí hay una mesa entera.

–¿Cómo se le meté agua a eso? –preguntó Rosario sin entender el interés de su acompañante y poniendo acentos donde no iban para efectos dramáticos.

–¿Qué importa? –y se dirigió a la artesana–. Necesito una de estas en mi vida. No, dos. Tres. Una pa’ la colección, una pa’ meterle líquido, y una pa’…

El diplomático andante miró a su alrededor desesperado. Habían como miles de mesas y Cubuy se estaba tomando su santo tiempo en una y cada una de ellas. A ese ritmo moriría de aburrimiento y nadie se daría cuenta que su cuerpo yacía inmóvil en el suelo rodeado por moscas que se comían sus ojos que miraban al cielo en busca de salvación. Todes estarían demasiado ocupades admirando las muchas tonterías que estaban a la venta.

Unas mesas más abajo vio una mujer, una humana, moviendo unas cajas. Era la primera persona que veía que no era coquí. A Don Rosario no le entusiasmaba la interacción con humanes, pero con tantes coquíes y el infinito aburrimiento, no tenía qué más hacer. La miró de arriba a abajo. Sus caderas eran anchas y la fortaleza de su espalda anunciaba que podía levantar un par de sacos de cemento como si nada. Si tan solo su cabeza fuera cuatro veces más grande, consideró el diplomático andante, físicamente sería la mujer perfecta. Pero sin ese indispensable requisito no era más que una humana de apariencia desinteresante.

El cabezudo miró con fingido interés su mercancía. Eran estatuillas de les Mesías que en algún momento de la historia habían gobernado Les Virreinatos de Borikén. La base de cada estatuilla tenía los años de servicio, la religión a la que pertenecieron, y la manera en que murieron. Como acto de consideración, la mujer las había organizado cronológicamente. Rosario notó que en los quinientos años de historia la mayoría de les Mesías no habían durado más de cuatro años en el poder y ningune sobrepasó los ocho. Las religiones siempre se alternaban. Cuando le Mesías neopanteonista moría era remplazade por une pompátique, y viceversa. Sólo había una excepción en ese patrón, hace unos diez años la Mesías pompática fue remplazada por uno de su misma fe. Rosario tocó una estatuatilla en la frente. Muelles entre el torso y la cintura hicieron que bailara de un lado a otro con entusiasmo.

La feria de artesanías

–Buenas –dijo Rosario–, ¿usted es Maresúa?

La mujer sonrío secamente. Levantó la mesa con todo y artesanías y la lanzó contra Rosario. El diplomático andante se vio avalancheado por estatuillas y aplastado por una tabla de metal barato. Para ganar unos segundos adicionales, Maresúa pisoteó con fuerza la mesa junto en el área que cubría el cráneo de Rosario. Solo dos tipos de personas la llamaban de esa manera, las que la querían muerta y asesines contratades por quienes la querían muerta. Corrió.

–Malditos seán los cuernos del… –dijo Rosario preguntándose si la reacción había sido un sí o un no. Corrió tras ella.

Maresúa se detuvo ante una mesa de discos metálicos.

–¿Cuánto?

–Cuatro guanines –dijo el coquí–. Tres por diez. Son el regalo ideal para niñes. Pueden aprender de proyectiles y aerodinámica mientras hacen ejercicio.

Agarró un puñado de juguetes y dejó sobre la mesa todo el dinero que pudo sacar de su bolsa. Si había pagado de más de seguro el coquí la buscaría para devolverle el cambio. Con suerte para ese entonces seguía viva. Al ver a Rosario lanzó algunos, uno de ellos conectó en su espinilla y calló al suelo, nariz primero. El cabezudo buscó refugio bajo una mesa de escenas históricas pintadas en caparazones de carey.

–¿Eso está hecho de carey de verdad? –preguntó Rosario señalando el primero que vio. La pintura representaba la ascensión del más reciente Mesías.

–¿Cómo se atreve? –respondió la vendedora–. ¿Quién se cree que soy? ¿Una humana? Algunos son de matera tallada y ese que tiene en la mano es metal tratado. –Y añadió con orgullo–: más realista no va a encontrar en ninguna otra mesa.

–Ménos mal –dijo Rosario aliviado y pagó por el producto.

Usando la decoración como escudo, el caballero andante continuó la persecución.

Al ver que estaba por alcanzarla, Maresúa extendió la mano y agarró una mesa para tirarla entre elles. La anciana a cargo de la mesa tejía vestiditos para bebés sin fijarse en la clientela. Si vendía algo, tremendo, pero era lo de menos. El que la gente viera el producto de su pasatiempo le era suficiente. Se van a ensuciar, pensó Maresúa y dejó la mesa quieta. En su lugar volteó una que tenía machetes, espuelas, hebilla, y otros filosos utensilios metálicos.

Rosario maniobró entre los obstáculos con cuidado, en parte para no dañar el trabajo de otra persona y en parte para no enterrarse algo. Con una mano tomó una de las hebillas y la tiró hacia la cabeza de la mujer y con la otra soltaba dinero para cubrir el costo del improvisado proyectil. Si hubiera tenido una cabeza del tamaño que Rosario estaba acostumbrado a golpear, no habría fallado.

–Maldíto cráneo de piojo –lamentó el cabezudo.

La humana y el cabezudo siguieron corriendo por la enorme feria de artesanías. Les coquíes se le hacían a un lado. La cosa no eran con elles y no querían terminar atropellades. Rosario vio a Cubuy estudiando un reloj cuyo péndulo, según su creador, se movería por su cuenta hasta el fin de los tiempos. Eso violaba varias las leyes de la termodinámica, lo cual lo hacía una ganga por el precio que estaba pidiendo.

–¡Cubuy! –gritó Rosario.

La fiel acompañante del diplomático andante se había educado como escribana y nunca en su vida le había puesto mucho interés a la defensa personal, pero los años viajando con Don Rosario le enseñaron un par de trucos. Disimuladamente Cubuy se puso en posición, y al cuando estaba cerca se paró frente a ella con un salto, plantó sus pies firmes en el suelo, y con sus dos palmas conectó un golpe en el estómago que la detuvo en seco. Maresúa se desplomó sin fuerzas para continuar su huída.

La feria de artesanías

–La próxima vez –dijo Rosario al alcanzarla–, mejor no preguntó.

Aquí termina todo, lamentó Maresúa. Descansar no le parecía tan terrible. Diez años huyendo, escondiéndose, viviendo donde no pertenecía y siendo infeliz. Pensó en su hija que no había visto desde que la dejó con el anciano que prometió cuidar de ella. No tuvo otro remedio, la iglesia neopanteonista la había excomulgado y declarado amenaza al orden divino. Sabía que nunca la volvería a ver, pero la esperanza de estar equivocada le había ayudado a sobrevivir todo este tiempo. Lo mejor era aceptar su fin.

–Se graduó del sexto grado. Recibió altos honores –dijo Don Rosario de memoria–. Ama las matemáticas. No tanto ir de excursiones. Va a estudiar para ingeniera. Lo cual me parecé raro si me preguntá. A esa edad se suponé que quierá ser bombera, veterinaria, o maestra. Digo. Pregunta mucho sobre usted. No olvide que ella la espera. Fin del mensaje.

No se dijeron más. Rosario retrocedió sus pasos, ayudando a recoger el desorden que habían hecho y comprando recuerdos para la familia. Cubuy compró el reloj para desmantelarlo. Maresúa se levantó y se paseó por la feria de artesanías como si nada. Su vida dependía de no llamar la atención. Sus emociones se apoderarían de ella cuando supiera que estaba segura.

Derechos reservados: Julio A. Pérez Centeno
Última modificación: 2016