Volver a la portada

Florecitas

publicado el 7 de mayo de 2014

El salto del demonio. Una caída de quién sabe cuánto que terminaba en rocas saladas. Calzada se llevó una florecita a la boca y pensó en todas las personas que se lanzaban de este lugar. Algunas eran halladas mutiladas, casi imposibles de reconocer. Casi. Siempre se devolvían a sus familias. Otras no aparecían. Si nadie las veía por semanas, el pueblo sabía qué habían hecho y eso bastaba.

Cuando leía en periódicos de algún cuerpo encontrado en la costa o veía un cartel de se busca, Calzada sabía que si se esforzaba reconocería a la persona de sus días de escuela. Algo había en lo que comieron, en la visión de mundo que se forjaron, o en los sueños que no se dieron que les predisponía a deshacerse de sus vidas. El que su generación se perdiera le tenía sin cuidado. Había personas de más. Borikén sobreviviría.

Le gustaba venir al salto cuando estaba oscuro. Se sentía acompañado, una emoción ausente en el resto de su vida. Siempre traía algo que hacer para mantener su mente distraída. Esta noche tenía una lata de florecitas. Cada mes su madre le enviaba un detallito, usualmente algún dulce que le obsesionaba cuando era pequeño.

Florecitas

Concentrado en el mar, no notó que alguien se acercaba hasta que escuchó sus pasos sobre la grama seca por la infinita sequía. No dio la vuelta para ver a la recién llegada, sabía para qué vino y lo mejor era darle espacio. A Lizas le molestó que alguien estuviera aquí a esas horas, tenía su escena bien imaginada y no estaba para que alguien se la rescribiera.

-Me imagino que es de les que se creen redentores. ¿Me va a decir que no lo haga? ¿Que tengo mucho por qué vivir?

-En confianza -Calzada señaló hacia una orilla del precipicio sin despegar los ojos de las aguas-. Como si no estuviera.

Lizas bajó la guardia, se habían entendido. En la noche apenas iluminada los sonidos se volvían todo y luchaban por imponerse. La razón de ser del salto del demonio hacía del oleaje chocando contra las rocas el más fuerte de todos.

-¿Qué hace aquí?

-Comiendo dulces -Calzada se volteó y ofreció un puñado de florecitas.

Desde esa altura era imposible saber si se olía el mar o su eco. Lizas se llevó las manos a los bolsillos sin saber qué buscaba y al tanto que no lo hallaría.

-Yo le conozco -dijo Lizas.

-Lo más probable.

-¿De dónde?

-De la superior. Intermedia, quizás.

-Hace mucho de eso.

-Ni tanto.

Se podría decir que el cielo estaba hermoso y que era la mejor noche del año para admirar las constelaciones, pero para esto habría que mirar hacia arriba con ganas de sentirse parte del universo.

-¿A qué se decida?

-¿Importa? -dijo el enfermero de asilo.

-Me imagino que no.

Los protocolos sociales parecían sugerencias mal recibidas, lo mejor era ignorarse.

Calzada oyó a Lizas ir a una orilla del salto y detenerse unos minutos. Luego se dirigió a otra orilla. Le recordó lo que hacía su perra cuando buscaba dónde acostarse. Cada rincón de la casa era su favorito y le tomaba tiempo decidirse.

-Por ese lado es menos probable que le encuentren -dijo Calzada-. Por ese, mañana aparece en el balneario. Depende de qué desee.

-¿Cómo sabe eso?

-He mirado mucho hacia abajo.

-Ya veo.

No se despidió, lloró, ni gritó. Su último paso fue hecho segura de lo que hacía. Calzada ni siquiera la escucho tocar fondo. La definición misma de una persona considerada.

Cerró la lata de florecitas cuando el sol comenzó a asomarse. Dentro de unos minutos la perra comenzaría a aullar para que la alimentaran, la gente del asilo necesitaría sus medicamentos, y su madre se pasearía por la casa recordando los días de cuando él era niño. Calzada resintió que el mundo no le dejara matarse. Dejó la lata en la grama seca, esperándolo, y regresó al mundo de les vives.

Derechos reservados: Julio A. Pérez Centeno
Última modificación: 2016