publicado el 8 de octubre de 2013
La doctorcita, muches ignoran su nombre y ella no insiste en darlo, es parte visible e intangible de Sumidero. Circulan un sinnúmero de rumores que aspiran a explicar qué hace en el pueblo y la imaginación popular no es benigna. Se está escondiendo de las autoridades porque asesinó toda su familia, como soldado hizo tanto daño que se recluyó en un pueblo remoto, pasó veinte años en un instituto mental y como no conseguía trabajo, vino aquí. Que las historias tiendan a lo morboso sólo sirve para inclinar al pueblo a creerlas.
Viste de blanco elegante, con zapatos lustrados, y el pelo engrasado hacia atrás. En las ocasiones que llueve anda con una enorme sombrilla negra. Aunque siempre lleva lo mismo, sus ropas no muestran ninguna señal de desgaste. Su rutina es bien conocida, desayuna en los cafetines locales y almuerza en la plaza, siempre a la hora de mayor bullicio. Se sienta en un banco a la sombra del árbol más triste y saca su comida y un libro. A sus alrededores la gente vive su día a día. Niñes que cortaron clases combaten sus trompos y juran que el otre está haciendo trampa. Ancianes juegan dómino en una mesa de concreto con un silencio que refleja su intensa concentración. En la tarima empleades de gobierno limpian por tercera vez este mes el graffiti de les adolescentes. Una madre descansa con su hija preguntándose cómo va a llegar a su casa con todas las chucherías que compró. Durante todo esto la doctorcita no levanta la vista de su libro, su rostro impasible, como si estuviera ajena a todo. Una hora más tarde apenas ha leído seis páginas.
Cena donde haya música, lectura de poesía, competencia de pelota, o cualquier otro evento público. Acostumbra sentarse en la esquina, donde no molesta y puede apreciarlo todo. No se pierde ninguna de las fiestas del pueblo y se hace presente hasta en los eventos de la escuela elemental. Eso sí, nunca se le ve acompañada. Nadie habla con ella. No tienen qué decirse, vienen de diferentes mundos, es como si hablaran diferentes lenguas.
Cuando era una recién llegada la gente de Sumidero se burlaba de su comportamiento y acento refinado. La doctorcita respondía con una sonrisa, feliz de recibir algo de atención. La crueldad de las palabras incrementó y llegó a tal grado que más que nada deseaban saber si la mujer tenía alma. Les era impensable que alguien fuera imposible de provocar. Nada. Con el tiempo algunas voces comenzaron con el ‘ay bendito.’ Ay bendito, no la molesten que es una mujer tranquila. Y las palabras cesaron. Todas.
Vive en una casucha cualquiera y les que se han atrevido a ligar por la ventana cuentan que no posee mucho de valor. Pero todes saben que es mujer de alta cuna, hay que criarse con dinero para terminar de esa manera.
Siendo lo más cercano que tienen a aristocracia, cuando personas importantes pasan por el pueblito la llaman para que trate con elles. Sumidero se siente incómodo con ese tipo de personas y, bueno, mejor elles que se entienden. Fiel a su instinto de ser útil, la doctorcita pone buena cara y hace quedar bien a Sumidero. Saca las elegantes tazas de café que su abuelo le había regalado y lava cuidadosamente el mantel que sólo se usa en momentos como estos.
–¿Y qué hace alguien como usted en un lugar como este? –siempre preguntan tarde o temprano.
–Ayudando a quienes más lo necesitan –dice lo que necesitan escuchar.
–¡Qué mujer tan sacrificada! Digna de admiración –nada les da más satisfacción que saber que une de elles ayuda a les menos afortunades, les reafirma que su lugar en el mundo es justificado.
La tarde pasa tan amena como puede llegar a ser, la doctorcita no permitiría nada menos. Las conversaciones no salen de lo superficial, los pasatiempos de cada cual, chismes de gente famosa, las últimas de la capital, lo que se traen entre manos las religiones. La visita se marcha feliz de saber que el orden social se mantiene.
A pesar de los intereses similares la doctorcita no les soporta. Sufre cada segundo que tiene que pasar con elles. Algo en su forma de ser, algo que nunca ha podido determinar, su personalidad, sus prioridades, su visión de mundo, hace imposible que se sienta a gusto con elles. Por eso se marchó al lugar más lejos que pudo.
De haberse criado entre gente como la de Sumidero habría aprendido a ser como elles. Lo más seguro se habría casado, tenido hijes, y todo eso. Una vida plebeyamente sencilla y mediocre, diría la visita. El destino quiso otra cosa, la hizo una marginada, incapaz de relacionarse con un grupo e instintivamente repudiando el otro. Pero se adaptó como pudo. Sus deberes como médico no son solamente para ayudar a les desafortunades. Más que nada es interés, volverse necesaria para que Sumidero la deje vivir entre elles. La doctorcita se contenta con simplemente ser una espectadora de vida. Se consideraría feliz si pensara en esos términos. Cuando pasa las horas rodeada por el bullicio del pueblo la doctorcita se siente a gusto, a lo más cercano que puede llegar a pertenecer a algo.
Este cuento es parte de la colección 'Los Virreinatos de Borikén: Cuentos (2013)' disponible para el Kindle.