publicado el 3 de diciembre de 2013
A lo lejos veo maleza. Ignoro si sigue, estuvo, o estará ahí. También veo un poblado, mismo problema. Las residencias están intercaladas con los árboles, como dos transparencias una encima de la otra. Es el primer lugar que encuentro que posiblemente tenga vida. Me limpio la mugre y el sudor en mi rostro, me enderezo lo mejor que puedo con el dolor que cargo, y camino.
Nunca sé cuántos cuándos veo, mis sentidos perciben múltiples espacios temporales a la misma vez. En mis mejores días, son dos, el presente y algún otro. Me gustaría tener más de esos. Sólo sé lo que es real cuando lo toco, el tacto es el único sentido limitado al ahora. Aunque a veces pienso que sería interesante interactuar con otras eras, estoy mejor sin poder hacerlo. No tengo ningún control sobre mi condición y sería lamentable morir por una flecha disparada hace un milenio.
Mi infancia no fue nada especial. Cuando entré en años mi padre y mi madre notaron que mi comportamiento era peculiar y estaba teniendo problemas socializando. Demasiades amigues imaginaries, dijeron. Sin entender de qué hablaban, me llevaron a especialistas. Doctores me diagnosticaron como mal de la mente y me dieron medicamentos que recuerdo enmudecieron mi alma. Cartomantes y hechiceres admiraron que tenía el don de ver espíritus y quisieron ser mis maestres. Científiques concluyeron que mis ojos violaban las leyes del tiempo y del espacio y desearon quitármelos. El obispo neo panteonista de mi pueblo me recomendó la hoguera y la obispa demagoga me amenazó con una estaca de madera.
Tanamá fue la única persona que no me trató como un fenómeno y me ayudó a ver por qué mi percepción me traía problemas. Fue su idea la de vivir de mis talentos. Irónicamente, ver el pasado y el futuro no es tan lucrativo como se pensaría, especialmente cuando no se puede dictar qué se ve. Nos defendíamos. No teníamos dinero para mucho, pero no podíamos quejarnos.
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En este pueblo bosque no puedo descifrar si estoy en uno o en el otro. Las personas a mi alrededor me ignoran, pero eso no me dice mucho. Estoy malherido, sucio, cojeo, y tengo una rama seca como bastón. Me imagino que parezco un pordiosero o un loco. La gente instintivamente evita ver a esas personas. Por ahora lo mejor es no llamar mucho la atención. No quiero que me tiren a la cárcel o manicomio. O peor, que me agredan.
A mis pies veo concreto y tierra. Rasgo el piso con mi bota y lo siento sólido. No estoy en un bosque. Eso es bueno. Una policía parece fijarse en mí, extiendo mi mano hacia ella y la traspaso. Me encuentro en un pueblo pero estoy percibiendo más de uno. Algunos rostros me miran mal, otros ni se dan cuenta. Aprieto mi bastón y apunto mis ojos hacia el suelo como si nada hubiera pasado. Necesito controlarme y parecer cuerdo, una persona normal en malos días.
Un chico y una chica me pasan por el lado tomades de la mano. Parecen quererse mucho. Son les mismes que vi hace unos momentos, tal vez uno o dos años más viejes, entrándose a puños. La familia intentaba despegarles, pero me dieron la impresión que estaban cansades de entrometerse.
Un negocio de artesanías tiene un colorido letrero que dice bajo nueva administración. Una joven con botas demasiado grandes sonríe en la entrada, invitando a las personas. En sus ojos brillan orgullo y emoción por la nueva empresa. De la tienda, les paramédiques sacan a una anciana en una camilla. La cantidad de sangre hace imposible que la manta esconda lo violento del asesinato. Estudio con cuidado a la joven en busca de alguna pista. Quizás ella la mató. No me sorprendería, la gente es capaz de tanto. Quizás la joven es la anciana. A lo mejor no hay ninguna relación.
Nunca supe si realmente estábamos enamorades o si simplemente éramos tan buenes amigues que fue conveniencia. Nunca le pregunté ni me atreví a descubrir qué yo sentía. Tenía compañía, eso me era suficiente. En mis días más pesimistas imaginaba que ella sentía lástima por mí, pero Tanamá no era del tipo que sintiera lástima por les débiles. Todo lo contrario, su falta de compasión muchas veces me entristecía.
Viajábamos hacia la metrópoli cuando la carroza perdió el control. Yo iba con los ojos y oídos vendados, es la única manera que tengo para descansar mis sentidos, y no supe lo que nos pasaba hasta que nos sentí caer. Aún siento su cuerpo protegiéndome mientras rodábamos cuesta abajo.
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Por fin encuentro una iglesia. Neo panteonista. Me arrimo a la baranda y subo las escaleras poco a poco. Uno de los vitrales está roto y entero. Una obispa con un sombrero de paja está detrás de una estatua murmurando obscenidades contra la iglesia y el obispo a cargo. Aunque no me atrevo a asumir correlación, sé que si le digo a alguien lo que veo elles lo harán. Mejor me quedo callado, no me conviene inmiscuirme en asuntos locales, necesito ganarme el lado bueno del pueblo.
–¿Se encuentra bien? –me pregunta el obispo neo panteonista.
Miro a mi alrededor para asegurarme que es conmigo.
–Ayúdeme por favor –agarro su brazo para que no se me pierda–. Nos caímos por un barranco. La chofer, les pasajeres, mi esposa, creo que están muertes.
Gente va y viene a mi alrededor. Una persona me trae algo de comer, otra, una muda de ropa. Alguien en uniforme me hace preguntas. Un grupo de personas me mira de lejos y no sé que se están diciendo. La obispa demagoga hizo una recolecta en mi honor y me trajo una modesta suma de dinero. Después de retirar el diezmo, por supuesto. Durante todo esto el obispo no se aparta de mí. En cierta manera era más fácil andar sin rumbo en el bosque. El saber que sobreviviría me deja tiempo para pensar. Recobran los cuerpos, nadie más salió con vida. El viaje de regreso a mi hogar lo paso en silencio. Mis escoltas, buenas personas de les dioses, asumen que es por el trauma. Llego antes de estar mentalmente preparado.
Abro la puerta y veo a Tanamá sentada en el sofá leyendo el periódico. Debe ser verano porque está en ropa interior. No le importa que les vecines la vean así. Aprovecha que me estoy bañando para sacar de entre los cojines una cajetilla de cigarrillos. Nunca le dije que sabía lo que hacía a mis espaldas. Asumo que ella nunca me dijo que sabía yo sabía. Me la encuentro en la cocina preparando algo que está más allá de sus capacidades. Es muy temprano para saber si es celebración o espontáneo. Huelo el caramelo que ella ignora está quemándose. Estuvo quemándose.
Esta casa siempre ha estado repleta de buenos recuerdos. Hasta revivir nuestras rencillas me hacía sonreír. Nunca me pregunté por qué no la había visto como una anciana. Creo que supuse que nos mudaríamos eventualmente. Voy a nuestra habitación temeroso de lo que voy a encontrar. No hay nadie. Me acuesto y cubro mi cabeza con una almohada, tapando con fuerza todos mis sentidos. Los recuerdos se han vuelto fantasmas.
Este cuento es parte de la colección 'Los Virreinatos de Borikén: Cuentos (2013)' disponible para el Kindle.