publicado el 12 de junio de 2014
La juguetería artesanal tenía de todo: trompos de caoba indestructible, canicas con interior personalizado, gallitos de algarrobas cultivadas especialmente para el juego, cuicas que creaban efectos visuales, tizas que para el mucho malestar de les adultes no había cómo borrarlas, caballitos de madera con un mecanismo que movía sus cabezas y rabos como si galoparan, entre otras cosas que había que ver para creer y ser genio para entender. Todo hecho a mano, con una destreza que hacía que hasta le cliente más tacañe admitiera que valían el precio marcado. Más que reputación, Guadiana, la artesana y dueña de la juguetería, tenía un arcano aire de imposibilidad. Les que la veían trabajar lamentaban que con tanto talento se dedicara a juguetes y a la vez se aliviaban que no inventara instrumentos de guerra o hechizos que desarticularan la estructura del cosmos.
Guadiana era una cabezuda con ojos que constantemente medían el mundo para derivar la matemática que ocultaba. Sus dedos callosos, la espalda encorvada, y el pelo maltratado por las horas de trabajo manual no escondían una peculiar belleza que pudo haberse dado en otro oficio. Las personas del saber habían aprendido a evitarla, les era imposible determinar si hablaban con alguien mal de la mente o con un ser superior. Por otro lado, se entendía bien con quienes no deseaban saber cómo funcionaba esto o aquello y preferían admirar la rareza de los juguetes.
Lo único que no se conseguía en la juguetería eran chiringas, lo cual era peculiar para un pueblo costero como Anones que cada año celebraba un festival dedicado al juguete volador. Cuando clientes preguntaban por qué no tenía ninguna, Guadiana respondía como si nada que las chiringas se podían comprar en todos lados, que para qué dedicarse a algo tan ordinario. Por más que le dijeran que las suyas serían las mejores de todo el pueblo y hasta Borikén, Guadiana no mostraba interés y con sutileza les guiaba a sus muchos otros increíbles productos.
Lo que nunca decía era que chiringas fueron el primer juguete que aprendió a hacer. Su padre le enseñó a los siete años y pasaron muchos fines de semana experimentando con diferentes diseños y materiales. Dentro de poco superó a su padre y comenzó a inventar por su cuenta. Eran impresionantes, capaces de piruetas con el más leve jalón del cordón y suspenderse con la más débil ráfaga de viento. Su talento la motivó a volverse una juguetera. Pasó años estudiando con artesanes, ingenieres, y niñes para perfeccionar su técnica. Confiada en que ya sabía, no hizo ni una chiringa durante su aprendizaje para luego descubrir que ya no le salían. Ni la más básica, copia exacta de las que se compraba en farmacias, podía mantenerse en el aire por más de unos segundos antes de estrellarse.
Sus constantes fracasos la ponían de mal humor y no entendía por qué. Con sus otras creaciones aprendía de sus errores, aceptaba los defectos, y hasta se maravillaba de las inesperadas idiosincrasias causadas por un corte erróneo, un mal cálculo, un ligero inbalance. Pero si la chiringa no funcionaba su temperamento la hacía encerrarse por días. A veces hasta se negaba a abrir su negocio. Incapaz de controlar sus emociones, optó por vivir alrededor de ellas. Se limitaba a experimentar cuando no tenía otras responsabilidades por varios días. Vivía sola en parte para que nadie la viera así. Tenía dos talleres, uno para chiringas y otro para el resto de sus inventos para que uno no impregnara el otro con sus malas vibraciones.
Después de dos meses de nada por fin había encontrado las fuerza para construir una nueva chiringa. Era simple, tal y como recordaba haber hecho con su padre al principio. Por ahora se limitaría a lo más sencillo. Lo importante era que volara. El resto vendría después.
No había casi nadie en el parque al medio día, les niñes estaban en la escuela y le adultes trabajaban. Solo un hombrecillo sentado en un banco con comida para palomas que tenían miedo de acercársele. Como siempre, había una brisa ideal para volar chiringas. Guadiana desenrolló la chiringa, puso las varas de madera donde iban, y ató los cordones.
–Wao –dijo el hombrecillo–. ¡Qué linda!
Guadiana lanzó la chiringa al aire y caminó hacia atrás para tensar el cordón. Se elevó un poco, flotó sobre el viento, tomó curva hacia la derecha y se desplomó, chocando de punta contra el suelo. Lo intentó otro par de veces y nada. Corrió contra el viento y el objeto volador siempre terminaba arrastrándose por el suelo como infante que no se quería mover.
–¿Te ayudo? –preguntó el hombrecillo emocionado.
Era tosco, con un hombro más alto que el otro, o por deformidad o mala postura, su fuerte físico el resultado de una vida como bestia de carga, y con ojos que delataban que carecía del intelecto para otra labor. Observaba la chiringa con la desesperación de alguien que quería cuidar un animalito indefenso y no sabía cómo.
Guadiana habría preferido hacerlo sola, no le gustaba interactuar con nadie durante cosas como estas, pero sería más fácil probar la chiringa entre dos personas. Lo inteligente era aceptar su ayuda. A pesar de la falta de simetría en su cuerpo, el hombrecillo hacía una excelente labor enviándola al aire, con la fuerza necesaria para que subiera alto y la delicadeza para que no se deshiciera en el trayecto. A pesar de los muchos intentos lo más que se mantuvo fue seis segundos. Tres de ellos cayendo al suelo en violentos círculos.
Manteniéndose calmada, odiaba manifestar sus emociones, Guadiana enrolló la chiringa y fue al zafacón más cercano. Agarró el fallido proyecto con las dos manos y a punto de partir por el medio las varas que le daban forma escuchó al hombrecillo gritar asustado:
–No la rompas.
–No sirve –dijo Guadiana.
–Yo la quiero.
–No vuela.
–Yo la cuido.
Guadiana odió al hombrecillo por ponerla en esa situación. Necesitaba destruir la chiringa. Pero por más fallas que tuviera la chiringa, su asistente tenía razón, sería un desperdicio romperla si alguien le podía dar uso.
–Quédatela –dijo Guadiana con templada furia.
En el taller Guadiana repasaba el día. Debió haber roto la chiringa. Cada fracaso la ponía de tan mal humor que era lo único que podía hacer. Era su desahogo. No la hacía sentir mejor, pero era el primer paso para estabilizarse. Y el hombrecillo con esos ojos temerosos le quitó ese único desquite. Necesitaba hacer algo para sacarse toda esa mala sangre que hervía.
Fue a un viejo barril de madera lleno de telas. Un rollo de seda púrpura se burlaba de ella. Guadiana agarró un quinqué y vació el aceite en el barril. Observó con gusto cómo el material absorbía el líquido. Con un fósforo le quitó la vida a la seda. Miró el resto del taller y predijo el patrón de propagación de las llamas. No se sentía satisfecha ni justificada con lo que estaba haciendo, sabía que reaccionaba de más, mas era necesario. Salió del taller y se dirigió a su casa a paso lento, escuchando el crujir de las llamas que eventualmente serían notadas por el barrio.
Mientras tanto en el parque, el hombrecillo corría con la chiringa siguiéndolo apenas unos metros de altura. Tenía que estar en constante movimiento para mantenerla a flote y para él esa era la mejor parte.