publicado el 5 de abril de 2012
con abrazos a Doris Troutman Plenn
Las paredes, el piso, el techo, y los muebles estaban vives. No lo parecía desde el interior, todo era madera barnizada con su propia resina. Desde afuera, con la excepción de los agujeros que servían de ventanas y las correas de metal que abrazaban los troncos, los árboles seguían siendo las enormes torres llenas de hojas verdes que siempre habían sido. Se podía decir que estaban mejorados, los soportes de hierro en su interior servían como una espina dorsal que los hacía más resistentes a los maltratos de la naturaleza.
Conservar el bosque era uno de esos aspectos de suma importancia para les coquíes que vivían en el pueblo de Algarrobo. Si se hacía bien, ahuecar un árbol milenario para construir residenciales no tenía por qué matarlo. Y les coquíes eran brillantes cuando se trataba de hacer las cosas bien.
Era imposible mover la mesa, la cama, los libreros, los estantes, y el armario. Eran parte del árbol. Caonillas nunca le había puesto mucha atención a su habitación. Llevaba aquí desde que nació y era lo familiar. Ahora se preguntaba qué tan normal era todo esto y qué tan diferente iba a ser el resto del mundo.
Unos martilleos seguido de una campana reclamaron su atención. Fue al aparato que hizo el ruido y arrancó la cinta de papel.
LA CENA EJTA` LIJTA
Jaló una palanca y la maquinaria chirrió. Cadenas fueron enrolladas, agua fluctuó de unas cámaras a otras, pesas bajaron, muelles se apretaron, y un pito de vapor anunció la llegada del elevador. Entró y presionó el botón con el icono de una taza de café. Durante su descenso aprovechó la oportunidad para aceitar el engranaje y los goznes que encontraba.
Algarrobo era un pueblo a la vanguardia, la cede de la innovación del virreinato coquí de Otoao. Era imposible caminar sin toparse con algún taller, herrería, laboratorio, universidad, fábrica, o mina repleta de gente brillante diseñando nuevas maneras de hacer las cosas. Las carrozas motorizadas que facilitaban la vida de les caballes que las halaban, el proceso de convertir oro en plomo, la tinta audible, y el ábaco solar eran algunos de los inventos que nacieron en este pueblo. El modesto letrero que le daba la bienvenida a les visitantes decía: Bienvenides a Algarrobo, donde la semana que entra es hoy. No toque nada, puede perder un dedo.
El elevador se detuvo y las puertas se abrieron. Su familia ya estaba a la mesa. Tal y como prometido, habían preparado su comida favorita: platos secundarios. Ensalada de papas, ensalada de coditos, guineos al escabeche, bacalaitos, chicharrones, y cosas que desde su posición todavía no había identificado pero cuyos olores le bombardeaban la nariz. Una última cena compuesta enteramente de lo que iba con, pero sin incluir, el arroz y las habichuelas.
Unas semanas atrás un grupo de actores cabezudes llegó al pueblo. Necesitaban un aparato que les permitiera levantar a alguien y moverle de un lado a otro. Algo así como una enorme caña de pescar, dijeron. Querían contar una historia cuyo personaje central era una fantasma y era de suma importancia que volara con gracia y terror. Debía ser sólido para que soportara a la persona, fácil de usar, preciso, y sobre todo, móvil. Eran después de todo un grupo callejero que nunca dormía en el mismo lugar.
Lo primero que les coquíes no entendieron era por qué una caña que fingiera el vuelo. ¿Acaso no sería mucho mejor algo que le permitiera propiamente flotar por los aires? Les actores contestaron que eso sería demasiado verosímil y la verdad rara vez relucía en lo real. Respuesta que les coquíes no tuvieron ni la más mínima idea de desde dónde comenzar a entenderla.
Era aceptado como natural que ambas razas veían el mundo de diferentes ángulos. Esto no tenía remedio. Un refrán humano decía que les cabezudes pensaban en pajarites preñades y les coquíes en tetraedros. Contrario a les cabezudes, por qué y para qué eran preguntas que no afectaban a une coquí. El cómo, por otro lado, era fuente inacabable de energía.
Sin entender por qué querían hacer volar a una persona, pero fascinades con el proyecto, hicieron el trabajo encomendado. Palancas, sogas, ruedas, varas de metal, tornillos fáciles de remover, instrucciones que hasta le cabezude más despistade entendería, y una hutía para que todo funcionase. El invento resultó tan sencillo que una vez hecho parecía obvio.
A les cabezudes les encantó tanto que como agradecimiento le otorgaron al pueblo el honor de ser la primera audiencia de la producción. Era un musical, dijeron, una representación melódica del evento más importante en la historia del virreinato de Guajataca. Cabezudes vestides en ropas extravagantes de épocas pasadas se pasearon por la improvisada tarima, bailando, cantando, contando chistes, y padeciendo tragedias. Narraron una historia que no sólo contaba lo que ocurrió, sino que contenía la esencia misma de la experiencia cabezuda. El alma de una cultura representada en tres actos y dos interludios de quince minutos.
El pueblo entero asistió, más que nada por curiosidad, no había entretenimiento de ese tipo en los virreinatos coquíes. Pero no necesitaron saber qué estaban viendo para vivírselo a plenitud. Aplaudieron, lloraron, y gritaron como cualquier muchedumbre cautivada. Para les coquíes el espectáculo fue lo más divertido que habían visto en sus vidas.
Al final del día sólo quedó Caonillas, paralizado ante lo que había sucedido. ¿Y porqué nosotres no? se repetía su cerebro. ¿Por qué no se había escrito una canción, verso, o historia que hablara de lo que era ser une coquí? No era porque desconocían lo que les cabezudes llamaban arte. Tenían música y se contaban cuentos, pero eran actividades sin otro propósito que entretener o pasar el tiempo, chabacanas, triviales, humorísticas. Carecían de todas esas capas de complejidad y significados que tan naturalmente producían les cabezudes. Les coquíes no eran menos que nadie. Vivían, se divertían, amaban, padecían, y según las otras razas estaban llenes de idiosincrasias. Para una raza que amaba las palabras y los libros, a nadie se le había ocurrido transplantar en ellos su esencia de pueblo. Todo era ciencia, mecánica, e inventos.
Por eso tenía que irse. Alguien debía aventurarse a los virreinatos cabezudos para empaparse de todo lo que les coquíes ignoraban. Caonillas no sabía cómo era pensar en pajarites preñades, pero alguna verdad debía existir dentro de esas mutantes plumas.
Después de comer subieron hasta la rama más alta del árbol para esperar el anochecer. Algarrobo, que por el día era bombardeado con los ruidos de taladros, fábricas, trompetas, alarmas, y gente viviendo y creando, poco a poco se tranquilizaba. Los sonidos desaparecían mientras las personas dejaban sus trabajos y trepaban los árboles del pueblo, preparándose para la tradición semanal que nadie recordaba cómo comenzó ni qué significaba. Cuando por fin la oscuridad se apoderó de la luz les coquíes se mantuvieron en solemne silencio, esperando que alguien lo rompiera.
–Coquí –dijo une de les miles de coquíes que miraban las estrellas.
–Coquí –respondió otre.
–Coquí –dijo alguien más.
Y el pueblo enteró se unió.
Esas dos sílabas, repitiéndose sin parar, siendo proclamadas por todes y cada une de les residentes del pueblo eran letra, coro, y acompañamiento de la canción. La melodía rebotaba en los troncos de los árboles y las paredes de los talleres; le daba vueltas a las ramas, las flores, las mascotas amarradas, los letreros en los cruza calles, y los cuerpos de les cantantes; creaba una suave brisa que sacudías las hojas; y se apoderaba de cada uno de los rincones del viejo bosque convertido en ciudad.
Los árboles vibraron y sus hojas comenzaron a emitir una luz verde que iluminó las ramas y los rostros de les que cantaban. El brillo se intensificó y llegó hasta las nubes, ocultando las estrellas. Algarrobo entero se podía apreciar sin la necesidad de quinqués. A pesar de la notoria curiosidad de les coquíes, el resplandeciente fenómeno nunca había sido estudiado. No tenían por qué, les era tan natural como caminar en dos piernas.
Por primera vez en su vida Caonillas resistió el impulso instintivo y observó. La noche era una comunión con todo lo que formaba parte de sus vidas. El resplandor de las hojas siempre verdes, el cielo que formaba una sábana que lo arropaba todo, el silencio de las maquinarias en la superficie, y el pacífico trance de les coquíes que cantaban la vieja tonada.
–Esto es lo que somos –se dijo en voz baja. Sacó su libreta de apuntes y escribió el título de una canción que sabía le tomaría décadas componer.
Este cuento es parte de la colección 'Los Virreinatos de Borikén: Cuentos (2012)+' disponible para el Kindle. Como bono, también se incluye el primer libro de la novela 'Los Virreinatos de Borikén: La valiente aventura de Áureo Gallardo.'