publicado el 3 de mayo de 2012
No había luna que alumbrara el municipio de Rabanal. Las calles eran iluminadas por quinqués que a falta de suficiente queroseno sólo se encendían en casos de emergencias. Les civiles se mantenían en sus casas, temeroses de salir, sintiendo en carne propia los horrores de la noche.
Sud salió por la ventana del segundo piso y cayó en una carreta repleta de cañas de azúcar. Sin perder un segundo, saltó al suelo y se escondió debajo del vehículo. Apretó el saco contra su pecho como si lo fuera a proteger y cerró los ojos. El ruido de flechas y lanzas enterrándose en la cosecha y los pasos alejándose le dijo que era su oportunidad para seguir corriendo. Sabía que sus seguidores tomarían el camino largo. Les vejigantes eran seres civilizades y la gente civilizada no se tiraba por las ventanas.
La cosa no pudo haber salido peor.
Ahora que lo pensaba éste era el único resultado posible. Nadie había intentado tal cosa y por buena razón. Ir a tierra vejigante para robar sus más preciados tesoros era el tipo de treta que cualquiera con dos dedos o más en la frente catalogaría como una mala idea. Sud y sus compañeres se creyeron mejor que les demás. Sólo tenían que planificar bien las cosas, se dijeron, ser más inteligentes que las cuatro millones de personas que vivían en el virreinato sería cosa fácil.
Entrar al municipio fue sencillo. Se disfrazaron de manera extravagante con colores elegidos para causar una buena impresión, asegurándose de cubrir bien sus rostros con barbas y pelucas postizas, sombreros, y bufandas. Eran viajeres, nada más y nada menos, les dijeron a les guardias. Nada sospechoso, claro que no. Adentrarse en el museo y llegar a donde estaban las reliquias lo fue más, nadie protegía la entrada. Aquí no se cerraban las puertas.
Si une vejigante te ve, todes te ven. Esto era conocimiento popular, era lo que les hacía lo que eran. El éxito de la operación guindaba en que absolutamente nadie les viera ni reconociera. Casi lo lograron.
Ahora su sobrevivencia dependía de lo mismo. Sud caminaba a paso aligerado por las calles del municipio. Estaba oscuro y no había gente. Invertir en las botas había sido una buena idea, no hacían mucho ruido sobre las piedras. A pesar de esto, cada paso le parecía que retumbaba por el municipio entero. Eran los nervios. Tenía que tranquilizarse.
Dobló la esquina y se encontró con uno de elles. Sud lo miró de arriba abajo, recordando lo que había aprendido. Cuernos sin filo, desarmado, ropa ancha, predominantemente blanca, tipo civil, encajes solamente en las mangas y los tobillos, con tres líneas que salían de su cuello, hacían círculos alrededor de su estómago, y decoraban en sus mangas.
Dos tipos de amarrillo, eso está bien, pensó, enfocándose en su vestimenta. ¿Y ese verde? ¿Es prusia, arlequín, o veronés? ¿Cómo demonies se supone que los distinga a esta hora?
Los colores y atuendos lo eran todo, se definían con ellos. Su personalidad, su afiliación religiosa, su temperamento, sus ambiciones, sus preferencias, sus fobias, a cada cosa su marcador. Saber qué significaban era necesario para entenderles. El verde dictaría si gritaba de terror, si se quedaba paralizado, o si le arrancaba la cabeza.
Sin tiempo para pensar, Sud lo empujó contra la pared y desempuño su daga. Instintivamente, el vejigante enseñó sus colmillos y enterró sus garras en los brazos de Sud, quien gimió y dejó caer su arma. Al ver los colores en sus mangas, el vejigante recordó quién se suponía que fuera y corrió asustado.
Me encontraron, pensó Sud, y aligeró el paso.
Una de los muchos contactos que tenía Certenejas, la jefa de la ganga, apareció una tarde con la encomienda. No sabía a ciencia cierta de quién era, pero así eran las cosas en el negocio. Lo mejor era no preguntar mucho. Ir a Rabanales y regresar con una estatuilla de bronce. La misteriosa persona hasta había incluido un mapa del municipio y un boceto del artículo. De bono se podían quedar con lo demás que robaran. El dinero era demasiado como para ignorarlo así porque sí.
Se suponía que el museo estuviera vacío. Nadie trabajaba a esa hora. Mientras Toíta y Certenejas terminaban de poner en los sacos el botín y Sud envolvía con delicadeza el artículo ordenado una conservadora que se había quedado a trabajar tarde les descubrió. Toíta, el mago que había estudiado y explicado toda la información disponible sobre les vejigantes, fue el primero en olvidar las lecciones. En su pánico lanzó un rayo contra la vejigante, friéndole los intestinos. El dolor se sintió por toda la tierra.
–¿Pa’ que demonies hiciste eso? –preguntó Certenejas.
–Nos vio. Tenía que detenerla.
–Si nos cogen…
–Por la ventana de atrás –interrumpió Sud–. La única entrada está al frente.
–Agarren mis manos –dijo Toíta–. Un hechizo de protección.
Les guardias llegaron rápido y no perdieron el tiempo. Magia de alguien de tercera categoría no sirvió de nada contra las lanzas. Certenejas y Toíta fueron atravesades mientras escapaban. Cuando vio a sus compañeres clavades contra la pared con varas de madera saliéndoles de las espaldas, Sud se aferró a la estatuilla y saltó por la ventana. Si se iba con las manos vacía nada de lo sucedido habría valido la pena.
El plan, ¿qué decía el plan? Entraron por la puerta principal del municipio pero no iban a salir por ella. Una vez les vejigantes descubrieran lo robado sospecharían de cualquiera que no fuera une de elles. Las entradas del municipio estarían fortalecidas.
Cuando obtuvieron su libertad les vejigantes derribaron viejas fortalezas y castillos centenarios para formar una nueva civilización. Rabanal fue construido sobre una fortaleza que necesitaba de medios para traer alimentos y soldades en momentos de invasiones. Una vez tuvo un túnel subterráneo que conectaba el interior con algún punto escondido afuera. Certenejas había corroborado que el pasadizo todavía existía y que había sido ignorado con el tiempo. Saldría con vida si llegaba antes que elles. Se perdería fácil en los bosques y la frontera humana no estaba muy lejos.
Si recordaba bien, y Sud resentía no haber puesto más atención a esta parte, la entrada estaría en la plaza, entre la iglesia neo panteonista y el cuartel de guardias. En cualquier otro virreinato sería un riesgo andar por tales lugares que estaban abiertos las veinticuatro horas del día. En el pueblo de Arenas, en donde Sud vivía, era normal ver personas entrando a media noche a una iglesia a hacer una rogativa de última hora. Igualmente, el sector criminal no dormía en Arenas y les guardias siempre estaban patrullando.
Pero les vejigantes no eran normales. Las iglesias estarían vacías a esta hora, no tenían mucha necesidad de religión. Tenían líderes religioses que escribían elaborados sermones y preparaban los servicios más hermosos que se podían imaginar, pero nadie tenía que ir a presenciarlos. Cuando lo hacían era para comportarse como debían. El cuartel estaría desolado, abierto, y con velas encendidas. Era bien sabido que en el virreinato vejigante no había crimen. Tenían uno porque según tenían entendido toda civilización necesitaba de un edificio dedicado a mantener la paz y el orden local. Y si estaba abierto todo el día era porque así funcionaban todos los otros cuarteles de Borikén.
Lo único que les vejigantes deseaban era tener una civilización como la de les humanes, cabezudes, y coquíes. Copiaban a los otros virreinatos sin importar qué tan incongruente fuera con su naturaleza.
Tal y como lo esperaba, la plaza estaba desierta. Se dirigió al callejón entre la iglesia y el cuartel y detrás de unas cajas vacías de verduras encontró la entrada al túnel. Estaba sellado con una enorme puerta de madera y gruesos clavos de hierro. Pero Certenejas era una experta del engaño y había pensado en todo. Bueno, casi todo. Sud jaló la puerta y la abrió con facilidad. Reacomodó las cajas para que pareciera que nadie pasó por allí y entró al túnel, cerrando la puerta. Si Toíta tenía razón, les vejigantes eran lentes usando la imaginación. No se les ocurriría investigar este camino hasta demasiado tarde.
Al amanecer Sud se encontraba en el pueblo humano de Arenas. Comenzó a sentirse mejor entre les suyes. Aunque habían inmigrantes de las otras razas en busca de mejor vida, estaría a salvo aquí, lejos de las masas de vejigantes y la jurisdicción de su virreinato. En un cafetín ordenó un café negro y un sándwich de jamón y queso. El saco pesaba a sangre y susto. Después de comer buscaría al contacto para entregarle la estatuilla y recibir el pago. Mientras más rápido le pusiera fin al asunto, mejor.
Le estaba sacando los tomates a su comida cuando un vejigante entró y se dirigió a la caja registradora. Era delgado y sus cuernos estaban limados casi en su totalidad. Cuando hablaba mantenía su boca cerrada lo mejor que podía para ocultar sus colmillos. Llevaba pantalones turquesa, una camisa ancha con dibujos de flores y abejas, unas sandalias diseñadas para no cansarle los pies, y colgando de su cuello un pedazo de cartón con su nombre y el nombre del hospital más cercano. Un civilizado, como le decían les humanes a les vejigantes que se mudaban a las ciudades humanas. Parecía que llevaba en este pueblo casi toda su vida y no le iba mal. El vejigante se sentó en la mesa de al lado. Sopló su avena y la meneó con la cuchara para enfriarla.
–Sabemos que en la sociedad gente dispuesta a lo que sea por un poco de dinero es normal –dijo, inseguro si debía seguir su naturaleza o su definición–. No lo entendemos, lo aceptamos. Si así es el mundo, así debemos ser –la voz provenía de una boca, retumbando desde millones de personas, unidas por una sola mente–. Queremos que sepa que su cabeza tiene precio. Algunes de nosotres se han definido como usted. Carecen de escrúpulos, son ambicioses y egoístas, y romperán las leyes que tengan que romper para ganarse la recompensa.
El vejigante se fijó en sus vestimentas. Sus creencias religiosas demandaban que fuera misericordioso y perdonara los pecados ajenos. Sus colores le decían que era una persona llena de bondad y con amor incondicional a todas las criaturas de la tierra. No creía en sangre por sangre. Era un enfermero que había prometido salvaguardar la vida de les demás.
A Sud le pareció que en esos ojos negros podía ver a la nación entera.
–Ahora saben dónde está –añadió con compasión, rogando–. Aunque nunca pueda escapar, por amor a les dioses, corra.
Este cuento es parte de la colección 'Los Virreinatos de Borikén: Cuentos (2012)+' disponible para el Kindle. Como bono, también se incluye el primer libro de la novela 'Los Virreinatos de Borikén: La valiente aventura de Áureo Gallardo.'