publicado el 23 de diciempre de 2012
–Dime qué quieres que te regale –preguntó Barinas, arruinándole las próximas semanas.
La celebración más importante de Borikén es el día del lechón. Dice la tradición que una vez al año la gran cazador, una imponente y eterna figura, se levanta con el amanecer y pasa todo el día cazando al gran lechón, una poderosa bestia divina que nació con la primera estrella que brilló en el firmamento. Durante la noche, mientras el lechón se desangra por el clavo en la frente y el otro en el corazón, la gran cazador visita a les niñes y les lleva regalos mientras duermen. A cambio, les niñes le dejan en una caja de zapatos al pie de la cama cebollas, cilantro, tomates, salsas, limones, carbón, leña, o cualquier otra cosa que piensen le hará falta para cocinar el lechón más delicioso del mundo. Al siguiente amanecer, usando los condimentos obtenidos, la gran cazador asa la bestia en el corazón de un volcán.
–Si tú me dices yo te digo –añadió como incentivo.
La buena voluntad y caridad del ser místico que era sólo un cuento para que les niñes se comportaran se había propagado al mundo de les adultes y éstes también intercambiaban regalos como señal de afecto, hermandad, obligación, tolerancia, o diplomacia. Esta tradición era acompañada por fiestas que celebraban el eventual gran día, fiestas en honor al gran día, y fiestas que se alegraban de lo bueno que había sido el gran día. Y en cada uno de estos eventos alguien cocinaba un lechón a la vara en el patio trasero para festejar el banquete que se iba a dar, se estaba dando, o se dio, la gran cazador.
Dile algo, pensó Jácana, cualquier cosa, sácatela de encima. Aunque sea por un año, no pases por todo esto. Por favor.
–No sé. Lo que tú quieras –maldita sea, pensó. ¿Por qué no se te ocurrió nada?
Lo único que Jácana quería era no tener que celebrar el dichoso día. No era como si lo odiara. Describir su relación de esa manera sería darle demasiada importancia. Más bien preferiría que sucediera sin él. Pero para su amada, al igual que para cada una de las otras personas de Borikén entero, el día era de absoluta importancia. Era imposible luchar contra esa corriente. No le quedó más remedio que resignarse a buscarle algún obsequio.
Caminaba por el bazar arrastrando los pasos. Ignoraba qué parte de la celebración era más insufrible, el tener que perder horas comprando trivialidades o el ritual de darlas y fingir felicidad en un día que le era igual a los demás. En el centro del bazar, una fila de niñes con sus padres y madres cercaba un bohío y un trono rodeado de pieles, armas, y esqueletos de enormes animales. El trono estaba hecho de huesos de plástico y madera pintada. El espaldar era supuestamente de las costillas de alguna enorme criatura y en cada posabrazos había cráneos de monstruos que seguramente nunca existieron. Detrás, dos pesadas lanzas formaban una equis. Dos tigres de peluche dormitaban a cada lado del trono, completando la imagen de poder y noble salvajismo. Otra de esas cosas de la época.
Les niñes comenzaron a temblar de emoción cuando del bohío salió la gran cazador. Era una mujer alta, de espalda ancha, y una piel que la volvía una con la noche. Estaba vestida con un taparrabo y un brasier de pieles artificiales. Unas largas trenzas se recogían en su nuca con un bejuco. Al caminar sus enormes músculos se tensaban, haciendo que el planeta se sacudiera con cada paso.
–Qué cuerpazo –dijo una madre–. ¿Dónde la habrán conseguido?
–La peluca se ve que es falsa –dijo Jácana.
–Con esos abdominales el que se fije en la peluca está buscando de qué quejarse.
La gran cazador observó por encima de les niñes como si buscara la mitológica bestia que de seguro debía andar por ahí. Apretaba su lanza, desplazándose lentamente de un lado a otro, lista para saltar en cualquier momento tras su presa. Una primitiva fiereza salía de sus ojos y la metódica forma en que movía. Les niñes se apretaron contra sus adultes. El gran lechón era invisible. Si realmente estaba ahí, sólo la gran cazador podría protegerles. Satisfecha que la criatura no se encontraba en los alrededores, la gran cazador se sentó en su trono y señaló a la niña que estaba al principio de la fila. Con una combinación de terror y entusiasmo, la pequeña se sentó en las faldas de la poderosa mujer para decirle qué quería este año. Hablaron como colegas en la milenaria lucha contra el gran lechón. La niña poseía los condimentos que necesitaba y la cazador los codiciados juguetes.
En la carroza pública Jácana se asaba en su propio fracaso. Tenía en su saco una triste colección de tonterías. Eran las únicas cosas que supuso le gustarían a Barinas, más no había nada que pareciera un verdadero regalo ni que reflejara lo mucho que la amaba. Odiaba que la sociedad le obligara a comprarle cosas a su esposa. Odiaba más que careciera de la imaginación para regalarle algo decente.
Unos bancos más adelante vio una joven vestida de manera modesta, con largos pantalones y una camisa abotonada hasta la garganta. Su forma de apretar las rodillas y lo cerca que estaba el libro de sus ojos le dio la impresión que estaba incómoda entre tanta gente. Su pollina que le tapaba el rostro completaba la barrera que la protegía del resto del mundo. Si no hubiera sido por el perfil de su rostro y lo sólido de su cuerpo a pesar de la temerosa postura, Jácana no se habría dado cuenta que era la persona que unas horas antes entretenía a les niñes como la gran cazador.
La diferencia era increíble. El contraste físico fue lo de menos. Lo que más lo impresionó era cómo la joven se comportaba como alguien enteramente diferente. Era como si vestirse con una peluca artificial y ropas reveladoras de los días de las cavernas y pararse frente a cientos de pequeñes pudiera cambiar a una persona. Jácana pasó el resto del viaje intentando comprender cómo tal transformación era posible.
El día del lechón Barinas despertó y vio a su lado tres cabezas de ajo. Al abrir una gaveta para cambiarse la bata de dormir encontró un frasco de adobo junto a sus camisetas. Y en el baño varias hojas de culantro acompañaban su cepillo de dientes. Al llegar a la sala se topó con un sombrero de paja al cual le habían removido las orillas y amarrado un trapeador en la parte superior y un pedazo de papel con la palabra ‘póntelo.’ El palo del trapeador descansaba contra la pared.
En el techo alguien había instalado un elaborado enredo de poleas y sogas robadas del tendedero. Los muebles habían sido reorganizados y los tiestos fueron traídos del balcón. Desde el sofá un lechón de cartón amarrado a una de las sogas apareció y voló de un lado de la sala al otro, escondiéndose detrás de la volcada mesa del comedor.
–¿Qué esperas? –dijo una voz oculta–. Agarra tu lanza.
El lechón saltó de la mesa y volvió al sofá. Barinas agarró el palo del trapeador y esperó. La próxima vez que el animal se asomó ella lo golpeó y sólo consiguió jamaquearlo un poco.
–No va a ser tan fácil –informó la voz antes de jalar una de las cuerdas que le daba vida al animal. Barinas atacó, pero el movimiento errático de la presa hizo que fallara.
Era una estúpida, ridícula, y monumental pérdida de tiempo y esfuerzo. Todo lo que estaba mal con el día festivo estaba siendo representado esa mañana. Lo peor de todo, Barinas lo humillaría por años cuando se lo contara con entusiasmo a amigues, familiares, y colegas. Más en ese instante, el trabajo de controlar la decorada caja en conjunción con las carcajadas y gritos de su esposa mientras cazaba a la bestia lo mantenían demasiado distraído como para pensar en todo lo que le ponía de mal humor. Y eso valía oro.
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Este cuento es parte de la colección 'Los Virreinatos de Borikén: Cuentos (2012)+' disponible para el Kindle. Como bono, también se incluye el primer libro de la novela 'Los Virreinatos de Borikén: La valiente aventura de Áureo Gallardo.'