publicado el 29 de abril de 2013
a Kobbito y su muñeca
De seis a ocho la plaza tenía un propósito: escuchar al inmensamente popular Gólem del Chisme. El autómata había capturado el corazón y las carteras de Borikén. A la hora en punto salía y la muchedumbre aplaudía. Les pobres, les desvalides, les que no tenían qué perder sabían que se divertirían de lo lindo. Les líderes religioses y las figuras públicas no compartían el entusiasmo. El gólem había arruinado carreras y familias con sus palabras y siempre la cogía con les poderoses. Mas enterarse de las suciedades que se traían entre manos sus colegas valía el riesgo de la primera fila. Negocios de todo tipo prosperaban en la plaza. Ver al gólem no era lo mismo si no se compraba un bacalaito chismoso, una colada del escándalo, un flan con bochorno, o una camiseta con su ya icónico perfil.
Terminado el recibimiento, el gólem se sentaba en su trono de paja y seda y llevaba el puño a la quijada y el codo a la rodilla. Sus diminutos ojos octagonales parecían penetrar las vidas de les que se encontraban en aquel lugar. Era bien sabido que para él no existían secretos.
Pero el gólem era incapaz de ver, sentir, o pensar. Era un artefacto de reacción.
Unes mineres lo descubrieron incrustado en lo más profundo de una montaña. Sin atreverse a abrir la boca se preguntaron si era posible que estuviera vivo. Algo tan fantástico y antiguo no podía ser una mera estatua. De seguro era más. Tenía que serlo. El gólem se movió lento, inseguro de qué se suponía hiciera. Les mineres temieron que serían atacades por el terror que habían liberado y poderosos brazos se extendieron hacia la mujer más cercana, por poco aplastándole el cráneo. Huyeron por sus vidas. Siguiendo el libreto que elles habían imaginado el gólem les persiguió hasta que estuvieron demasiado lejos para influenciar sus actos.
Permaneció tieso por semanas hasta que fue descubierto por unes niñes, quienes vieron el juguete más divertido del mundo. El gólem se reanimó y jugó con elles por horas. Jugaron a enanes contra gigantes, corrieron, escalaron árboles, y halaron cuerda para ver quién era más fuerte. En la tarde lo dejaron en el parquecito del residencial para divertirse con él al día siguiente.
Esa noche en el parquecito un grupo de adultes mondaba gandules y compartía intimidades ajenas como si fueran información pública. A pesar de las muchas historias contadas, siempre había rumores que eran tan deliciosos que nadie se atrevía a introducirlos. La mejor parte de la noche era la expectativa de si sería dicho y quién lo haría.
–Un pajarito me dijo –habló el gólem con la misma fingida discreción– que la esposa de Bajadero está preñada y no sabe quién es el padre.
Y el círculo reventó en carcajadas. Sospechaban que la mujer que se hacía la tan santa se traía algo entre manos. No se traía nada y eso era irrelevante, lo divertido era creerlo. Desearon más historias y la criatura satisfizo. En un par de horas el golém se convirtió en la cosa más admirada del residencial, hablaba sin pelos en la lengua e insultaba y decía verdades de Raimundo y todo el mundo con el miedo a repercusiones apropiado para un indestructible gigante de barro y cerámica.
–¡Qué clase de chisme! –exclamó, lo que instantáneamente se volvió su frase célebre.
Su popularidad no pudo ser contenida en el residencial y fue trasladado a donde cientos de personas podían escuchar qué decía de les famoses y cuál era su opinión de las noticias más controversiales del día. La audiencia, deseosa de entender las alusiones que haría, se informaba de lo que acontecía en Borikén, ignorantes que la preparación le daba al gólem más de qué hablar.
Si alguien sospechaba u opinaba algo, sin importar la veracidad, el gólem eventualmente lo diría. Siempre con un ‘un pajarito me contó’ o ‘la gente en la calle está rumorando.’ Tanto hablaba que era imposible discernir realidad, exageración, y fabricación. Lo único que importaba era que si el Gólem del Chisme habló, por algo tuvo que ser.
–Eses mones con escamas –era su forma predilecta de describir a les coquíes que habían inmigrado a Daguao y eran despreciades a puertas cerradas.
Sin escrúpulos ni moral, con el sólo propósito de airar las mentes de sus oyentes, era capaz de tergiversar lo que fuera en un chiste o en un escándalo, de ofender a cualquiera sólo por ser diferente, y de justificar o injustificar cualquier acción. Y este era el verdadero poder del Gólem del Chisme, sus palabras eran justo lo que las personas tenían que escuchar para sobrellevar su existencia en la manera más conveniente.
Un día una mujer fue encontrada decapitada e incinerada en el vertedero municipal. Un supuesto robo rutinario que se pasó de la raya, dijeron les agentes. El crimen no sorprendió a nadie. Asaltos y matanzas eran el día a día de Borikén. Lo que escalofrió a la población fue que esta mujer era una sastre común y corriente y esa noche simplemente estaba en el mercado haciendo compra para su familia. Se suponía que esa horrible forma de morir le pasara a criminales, drogadictes, enfermes mentales, gente de mal. Si alguien decente podía ser víctima de tal acto, cualquiera podía serlo. Y en unas tierras tan propensa a la violencia esto era algo que nadie quería aceptar.
–Me dicen –dijo el gólem–, y esto es un rumor nada más. Me dicen que la sastre se encontraba en un caserío, un caserío que no voy a nombrar, buscando vejigantes. Imagínate eso, una humana buscando carne con cuernos. ¡Qué clase de chisme!
Convertir a la víctima en una depravada era la revisión perfecta. Si de veras hubiera sido una mujer de bien, como el resto de la población, no habría muerto. Ella se lo había buscado. Las palabras del gólem permitirían que Borikén pudiera dormir otra vez en paz.
Pero hubo algunes que no reaccionaron como debían. No estaba bien hacerle eso a esa mujer, se dijeron. Y esto les hizo reflexionar en lo mucho que el gólem había dicho los pasados años. El gólem le hacía daño a Borikén, concluyeron. Era una peligrosa influencia. Los virreinatos nunca estarían en paz si esa era la voz que el pueblo escuchaba. Un público acto de desafío inspiró otros. Eran muches les que sin saberlo deseaban su fin y sólo necesitaron saber que no eran les úniques.
La resistencia es siempre minoría. Como el imperio del gólem era imposible de derrocar directamente, fueron a les mercaderes y les recordaron las calumnias que el gólem había dicho, las vidas que había deshecho, y lo vil que hablaba de la gente de Borikén. Vender en la plaza de seis a ocho era estar de acuerdo con su lenguaje divisivo. Poco a poco les mercaderes fueron cancelando sus contratos en defensa propia. Evitar asociaciones se había vuelto imposible y una mala reputación era un peligro para el negocio. El espectáculo comenzó a perder dinero. Les manejadores del gólem intentaron cobrar por la entrada, pero muy poques estuvieron dispuestes a pagar por un entretenimiento que solía ser gratis.
Aunque oficialmente cancelado, el gólem regresaba puntualmente a su silla para les que insistían en oírlo. Sin una muchedumbre que lo alimentara, fue reducido a hablar de trivialidades, rencillas de vecines, y la gente perdió el interés.
El gólem se volvió estatua non grata en el pueblo que tanto amor le había dado. El último deseo que sintió fue que se largara lo más lejos que podía, que era un estorbo, que estaban mejor sin él. La criatura de barro y cerámica marchó por días, continuando su trayecto indefinido hasta que estuvo tan lejos de la civilización que perdió su razón de ser y se inmovilizó en la profundidad del mar.
Este cuento es parte de la colección 'Los Virreinatos de Borikén: Cuentos (2013)' disponible para el Kindle.