publicado el 28 de octubre de 2012
Macuncito miraba con resentimiento el griterío de la noche. En el parquecito del complejo la fiesta llevaba media hora de apogeo y él seguía encerrado. Su padre y su madre le habían dado un rotundo que no porque tenemos que trabajar esa noche y no queremos que te pase nada, y además eso son boberías y no hay chavos para un disfraz.
No tenían que gastar mucho, les reclamó, no necesitaba algo elaborado ni costoso. Sólo quería ser un monstruo, cualquiera.
Aún con máscaras, maquillajes, y pinturas reconocía a la mayoría de sus amigues. Todes estaban allí, pretendiendo ser lo que no eran, comiendo dulces, haciendo chistes, y jugando. Les odiaba porque podían divertirse.
Su hermano mayor, dejado a cargo porque era más barato que pagarle a alguien, llevaba toda la tarde encerrado en su habitación. Su filosofía de cuidado infantil consistía en un simple si necesita algo me llama y más le vale que no lo haga.
Se vio forzado a salir cuando continuar aguantando los orines se volvió imposible.
Al tanto del drama familiar, no pudo evitar tenerle un poco de lástima. Ambos eran víctimas de los dictámenes de les adultes. Podía dejarlo bajar y elles nunca se enterarían. Total, ¿quién les mandó a dejarlo a cargo? Él recuerda claramente no haberse voluntariado. ¿Desde cuándo él había dado señas de ser responsable? Que disfrutara la fiesta sería la venganza perfecta. Y si no se enteraban, mejor, no se metería en problemas.
El problema era el disfraz. El niño deseaba ser algo que daba miedo y no sería feliz sin esa sencilla satisfacción. No había cómo comprarle uno ni tiempo para inventárselo.
El hermano se arrodilló al lado del niño y miró hacia el parquecito. Macuncito se volteó para verlo y no pudo despegar los ojos del arete que tenía en el labio que todavía le parecía demasiado extraño.
–Qué muches fenómenos, monstruos, y cosas raras hay allá abajo –dijo el hermano–. En un lugar como ése, un humano común y corriente, de carne y hueso, como tú, sería la cosa más extraña, espantosa, y aterrorizante del mundo.
Macuncito imitó la traviesa sonrisa de su hermano y sin responder se puso sus sandalias, bajó las escaleras, y cuando llegó a donde estaban sus amigues, levantó sus manos al aire y gritó:
–¡ARRRrrrr! ¡Soy un humano! ¡ARRRrrr!
Al ver al recién llegado les monstruos comenzaron a correr.
Este cuento es parte de la colección 'Los Virreinatos de Borikén: Cuentos (2012)+' disponible para el Kindle. Como bono, también se incluye el primer libro de la novela 'Los Virreinatos de Borikén: La valiente aventura de Áureo Gallardo.'