publicado el 10 de septiembre de 2012
a las víctimas de Sabana Hoyos
El furgón de hierro jalado por las bestias llamaba la atención. Les niñes busbaban acercársele y les adultes les aguantaban por las ropas como si la distancia les protegiera de alguna plaga indeseada. Era de un metal negro perverso, soldado y reforzado para resistir los más comunes ataques de la clase criminal. Las rejas permitían que el público viera que habían personas dentro sin que pudieran distinguir cómo eran. Las ruedas, con sus suspensión oxidada, eran más grandes de lo que hacía falta para enfatizar la trasladación del vehículo. El transporte era arrastrado por dos poderosos bueyes que marchaban con el paso de quienes nacieron resignados a su suerte.
En el pescante, con las riendas sobre sus faldas y usando un látigo que era más hábito que necesidad, Garrochales desesperaba. Llevaba tanto tiempo lloviendo que su impermeable ya no lo era y el frío le lastimaba las coyunturas. Haz tu trabajo, se decía, cumple con tu deber. Sólo tenía que regresar a la prisión y dejar la carga para finalmente irse a su casa. El día había sido largo. Como siempre, los casos en la sala de justicia tardaron más de lo planeado. Todo lo que quería era abrazar a su hijo y darse un baño caliente.
Lo único que la mantenía firme era que al menos era mejor que el contenido del furgón.
Garrochales se crió en tierras difíciles. Andar por las calles de su barrio era un peligro y durante el anochecer lo mejor era quedarse adentro. Les que sobrevivían eran les fuertes, les listes, y les que no se salían de su lugar. Les que vivían bien lo hacían a costa de les demás. Le que a hierro mata a hierro muere no aplicaba, el hierro prefería a le débil y le débil se merecía lo que le pasara.
Aún recuerda con cariño el día que les guardias municipales fueron a su escuela para dar una charla sobre las oportunidades trabajando para el gobierno. Lo primero que notó era que ambes se parecían a ella, tenían los manierismos y forma de hablar de la gente de su barrio. Si no hubieran llevado ese imponente uniforme habrían sido indistinguibles de la gentuza que vivía en su barrio. Hablaron largamente de la importancia de su profesión en la creación de una sociedad respetable y dieron ejemplos de cómo se usaba la ley en pos del bien público.
Mientras hablaban se le hizo imposible despegar los ojos de las macanas que movían de un lado para otro. Eran como extensiones de sus cuerpos, tan diferentes a las armas que usaban en su barrio. Las espadas y dagas eran utensilios de sangre y ruin violencia cuya razón de ser era la muerte. Las macanas, por otro lado, sometían, domaban, y civilizaban a las personas.
Ese día vio una mejor forma de vivir y decidió que estaría del lado correcto de las cosas. Quería ser respetada y temida por las razones apropiadas. Se entregó por completo a su oficio. Sabía que la única manera de dejar atrás su origen era siendo una servidora ejemplar. Siempre estaba atenta a qué tenía que hacer y qué se esperaba de ella, y hacía su mejor esfuerzo para satisfacer a sus superiores. No era la mejor ni la más destacada y nunca llegaría a poseer un rango importante, pero se contentaba con que nadie pudiera quejarse de su desempeño.
Con el pomo de la macana golpeó el techo del furgón para recordarle a la carga que si no se comportaban ya sabían lo que les iba a pasar. Estaba frustrada y cansada, se suponía que ya hubiera llegado. Se detuvo ante lo que hace unos días había sido una quebrada. Las lluvias la habían vuelto una violenta corriente. El puente de roca resistía como si ignorara lo que sucedía a su alrededor. Con un latigazo bien dado las bestias reanudaron el paso.
Un golpe de agua empujó el furgón. Una de las ruedas se extendió más allá del borde del puente y la gravedad hizo el resto. El transporte cayó en las crecidas aguas. Garrochales deshizo las riendas que ataban a los animales nadó hasta tierra firme. Les bueyes salieron del agua y, sin la capacidad de tomar una decisiones más allá de su preservación, esperaron nuevas órdenes.
Volcado de lado en el río, la corriente arrastraba al furgón hacia el centro. Sólo era cuestión de tiempo para que estuviera enteramente sumergido. Desde la húmeda carretera empedrada, Garrochales escuchaba los gritos de les prisioneres demandando que abriera la cerradura. Le estaban dando patadas a las rejas y la puerta en desesperados intentos de librarse. Luchaban entre sí para llegar a la parte que todavía seguía sobre la superficie. Los cuerpos más débiles fueron forzosamente empujados al fondo en donde se ahogarían y servirían de escalones para les que permanecían con vida.
Un instinto llevó su mano al bolsillo que contenía la llave y su vida entera la mantuvo ahí. Sabía cómo eran esas personas, se crió entre ellas. Revoltoses, sospechoses, convictes, acusades, confinades, presunte culpable. Aunque hubiera un nombre para cada tipo de estorbo público el fin era el mismo: contenerles a cómo dé lugar para el bien de les que respetaban las leyes y vivían de manera decente. Si se les daba cualquier oportunidad, la aprovecharían. Se escaparían y después ella resultaría responsable por la gentuza que rondaría las calles. Eso no se vería bien en su récord y llevaba demasiados años esforzándose por quedar bien con sus superiores como para echarlo a perder ahora. Las reglamentaciones que tan bien se sabía estaban de su lado. La puerta sólo se abría en la jefatura, la corte, y la cárcel. No había excepciones. Así se lo dijeron y así estaba escrito.
Garrochales recogió la macana que había sido arrastrada a un matorral. Apretar el símbolo de su posición la hizo sentirse mejor. El mundo estaba ordenado tal y como lo decían las palabras que le habían dado. Bajo la lluvia, miraba lo último que quedaba de la carroza que ya no gritaba, satisfecha que había cumplido con su trabajo, que había seguido todas las reglamentaciones, que no había hecho nada malo, y que de cierta manera esa gente que yacía bajo agua se lo habían buscado.
Este cuento es parte de la colección 'Los Virreinatos de Borikén: Cuentos (2012)+' disponible para el Kindle. Como bono, también se incluye el primer libro de la novela 'Los Virreinatos de Borikén: La valiente aventura de Áureo Gallardo.'